viernes, 9 de noviembre de 2012

Gente en los aviones

Tras tres días en Madrid por un curso en la empresa, llega la hora de volver a casa. Como habitualmente hago en estas ocasiones escojo el para nada original método de montarme en un avión y recorrer los 600 kilómetros más o menos en línea recta, a miles de pies de altitud. Y como yo, algo más de un centenar de personas que nos apiñamos en la cola de embarque minutos antes de la hora prevista de despegue. Creo que estos momentos en un aeropuerto y en un avión dicen mucho de la personalidad de la gente.

Rápidamente ves lo ansiosos que son algunos (muchos) cuando, pudiendo estar sentados y leyendo o jugando con el móvil o lo que sea, prefieren pasar 30 minutos a pie parado antes de que se acerque el momento de embarcar. La maleta en el suelo, la chaqueta colgada de un brazo, la tarjeta de embarque en una mano, el maletín en la otra y el DNI en la boca. Colega, ya puedes vigilar tu dieta porque con ese stress tu corazón no va a aguantar mucho.

Me subo en una de las lanzaderas que nos llevarán al avión (vuelo en Vueling y deben querer ahorrar en el uso de un finger…). Me apoyo en un lateral y sigo leyendo mi libro (bueno, no es mío, es de Chuck Klosterman). Cuando estamos llegando donde espera el avión, un tipo, que ha entrado en la lanzadera de los últimos, intenta ganar terreno en el interior de esta lata de sardinas tamaño autobús. Debe tener prisa por comprobar que si asiento reservado no se ha volatilizado o no está ocupado por algún desalmado. Consigue llegar detrás de mí. Yo y tres o cuatro más somos lo único que lo separa de la puerta de este autobús. Al abrirse ésta, intenta conseguir el primer puesto a base de empujones pero “accidentalmente” mi maleta se ha atascado entre el lado de la puerta y su pierna, por lo que no sólo no puede avanzar sino que se ve forzado a retroceder un poco para que yo pueda desatascarla. “Lo siento, ha sido sin queriendo”.

Después en el estrecho pasillo de la cabina un chico, mochila al hombro, arrastra una maleta que ni de lejos cumple las medidas del equipaje de mano. Tiene que haber sobornado a la del check-in (que un rato antes no ha dejado pasar una bolsa a un pobre hombre cargado con su bebé porque el bolsillo exterior impedía que entrase con suavidad en la jaula destinada a comprobar esas medidas) y ahora bloquea el acceso al resto mientras encuentra un sitio donde quepa el mamotreto.

Una vez sentado observo pacientemente a los que van entrando buscando su sitio. Un hombre trajeado, un poco con cara de bobo pero con una mirada de superioridad a lo “con lo que soy yo y tener que mezclarme con esta chusma para poder viajar” mira maleta en mano a su alrededor, contrariado al ver que los compartimentos superiores están cerrados. Por supuesto empieza a abrir uno detrás de otro comprobando que están llenos. A ver, ¿por qué crees que están cerrados, listo? Finalmente coloca la maleta debajo del asiento, sin cerrar ninguno de los 5 maleteros que ha abierto. Justo antes de que empiecen a caerse los abrigos que hacían equilibrios encima de las maletas guardadas, la azafata los cierra. El “carabobo” se sienta, no sin antes lanzar una última mirada de resignación. Tío, haberte pagado un primera clase en Iberia si crees que no estamos a tu altura, fantasma.

Estoy sentado en el horrible asiento central. Llega quien ocupará el contiguo. Un hombre de mediana edad.
- Hola –me dice.
- Hola –respondo en otro alarde de originalidad por mi parte. Apuesto a que no nos volveremos a cruzar una palabra en nuestra vida, pero se agradece esa pequeña muestra de cordialidad de alguien con el que vas a estar pegado los próximos 90 minutos.

Me hace pensar en que esta mínima conversación ha creado cierto vínculo entre nosotros: si este vuelo se estrellase en una isla del pacífico habitada únicamente por “the others”, el “hombre cordial” y yo formaríamos “pareja de trabajo” dentro del grupo de supervivientes, e iríamos a buscar agua potable, o poner trampas para cazar, o ir a investigar qué es esa escotilla en medio del bosque, o nos turnaríamos para pulsar la tecla cada 108 minutos… Seguro que el “carabobo” sería el primero en palmarla por un accidente estúpido, o devorado por un oso. Aunque todo esto es poco probable en un vuelo Madrid-Barcelona.

Esto me recuerda que veo que aún hay gente que está atenta a las instrucciones de las azafatas de cómo colocarse el chaleco salvavidas en caso de emergencia. Algo muy útil por si nos estrellamos en el Ebro… sin duda son la muestra de que en pleno siglo XXI los placebos sigue funcionando. Tengo el impulso de comprobar si realmente hay un chaleco debajo de mi asiento. Lo controlo; soy un hombre racional que controla. No como un compañero de trabajo al que, según la leyenda, llamaron la atención cuando había salido del avión para reclamarle que devolviese el salvavidas que se había llevado.

En pleno vuelo, hay algo que acapara mi atención (en realidad la secuestra violentamente): una mujer sentada 2 o 3 filas por detrás no para de hablar con su acompañante. Lleva 40 minutos así y no calla. Gente así suele tener en común una cosa: una voz odiosa. Y esta mujer no es la excepción. Intento concentrarme en la lectura y filtrar esa vocecilla estridente, pero no hay manera. Hay 150 personas y os juro que es la única que está hablando! Me pregunto si soy el único que la oye, porque nadie parece sentirse molesto. Aunque seguramente, visto yo mismo desde fuera tampoco lo debo parecer. Estoy contemplando seriamente si someter a votación el abrir la puerta del avión en pleno vuelo y lanzar a “vocecilla odiosa” al vacío. Con el chaleco salvavidas, claro, que no soy ningún animal. Calculo que los comicios tendrían un 72% de participación, un 55% votaría “sí”, un 35% votaría “no” y el resto apostaría por el federalismo.

Cuando me dispongo a proponer una alianza a “hombre cordial” para exponer la propuesta de votación me distraigo con la gorra que uno lleva unas filas por delante: la lleva vuelta para atrás y tiene el logotipo de la bebida energética Monster. Y me doy cuenta de que en los últimos meses veo a mucha gente, de todas las edades, que lleva camisetas o gorras con ese logotipo. Y no lo entiendo: ¿qué te hace llevar una prenda con el logotipo de un refresco? Más que nada porque no recuerdo ver tanta ropa con la marca de “la conocida marca de refrescos de cola” (por no decir CocaCola). Puede ser que sea por transmitir cierta imagen, pero ¿qué intentas contar, que necesitas una bebida energética para funcionar? ¿qué llevarás dentro de unos años, una gorra con el logo de Viagra? Por cierto, un inciso, hay una investigación en USA por si la bebida Monster tiene que ver con la muerte de varias personas que la habían consumido…

Finalmente aterrizamos en Barcelona. Los angustias de antes no me decepcionan: encendiendo el móvil nada más las ruedas tocan la pista y levantándose mucho antes de que se abran las puertas. Al cabo de un rato estoy rumbo al norte, poniendo tierra de por medio entre el aeropuerto y yo.