Gente en los aviones
Tras tres días en Madrid por un curso en la
empresa, llega la hora de volver a casa. Como habitualmente hago en
estas ocasiones escojo el para nada original método de montarme en un
avión y recorrer los 600 kilómetros más o menos en línea
recta, a miles de pies de altitud. Y como yo, algo más de un centenar
de personas que nos apiñamos en la cola de embarque minutos antes de la
hora prevista de despegue. Creo que estos momentos en un aeropuerto y en
un avión dicen mucho de la personalidad de
la gente.
Rápidamente ves lo ansiosos que son algunos
(muchos) cuando, pudiendo estar sentados y leyendo o jugando con el
móvil o lo que sea, prefieren pasar 30 minutos a pie parado antes de que
se acerque el momento de embarcar. La maleta en el
suelo, la chaqueta colgada de un brazo, la tarjeta de embarque en una
mano, el maletín en la otra y el DNI en la boca. Colega, ya puedes
vigilar tu dieta porque con ese stress tu corazón no va a aguantar
mucho.
Me subo en una de las lanzaderas que nos llevarán
al avión (vuelo en Vueling y deben querer ahorrar en el uso de un finger…). Me apoyo en un lateral y sigo leyendo mi libro (bueno, no es mío,
es de Chuck Klosterman). Cuando estamos llegando
donde espera el avión, un tipo, que ha entrado en la lanzadera de los
últimos, intenta ganar terreno en el interior de esta lata de sardinas
tamaño autobús. Debe tener prisa por comprobar que si asiento reservado
no se ha volatilizado o no está ocupado por
algún desalmado. Consigue llegar detrás de mí. Yo y tres o cuatro más
somos lo único que lo separa de la puerta de este autobús. Al abrirse
ésta, intenta conseguir el primer puesto a base de empujones pero
“accidentalmente” mi maleta se ha atascado entre el
lado de la puerta y su pierna, por lo que no sólo no puede avanzar sino
que se ve forzado a retroceder un poco para que yo pueda desatascarla.
“Lo siento, ha sido sin queriendo”.
Después en el estrecho pasillo de la cabina un
chico, mochila al hombro, arrastra una maleta que ni de lejos cumple las
medidas del equipaje de mano. Tiene que haber sobornado a la del
check-in (que un rato antes no ha dejado pasar una
bolsa a un pobre hombre cargado con su bebé porque el bolsillo exterior
impedía que entrase con suavidad en la jaula destinada a comprobar esas
medidas) y ahora bloquea el acceso al resto mientras encuentra un sitio
donde quepa el mamotreto.
Una vez sentado observo pacientemente a los que van
entrando buscando su sitio. Un hombre trajeado, un poco con cara de
bobo pero con una mirada de superioridad a lo “con lo que soy yo y tener
que mezclarme con esta chusma para poder viajar”
mira maleta en mano a su alrededor, contrariado al ver que los
compartimentos superiores están cerrados. Por supuesto empieza a abrir
uno detrás de otro comprobando que están llenos. A ver, ¿por qué crees
que están cerrados, listo? Finalmente coloca la maleta
debajo del asiento, sin cerrar ninguno de los 5 maleteros que ha
abierto. Justo antes de que empiecen a caerse los abrigos que hacían
equilibrios encima de las maletas guardadas, la azafata los cierra. El
“carabobo” se sienta, no sin antes lanzar una última
mirada de resignación. Tío, haberte pagado un primera clase en Iberia
si crees que no estamos a tu altura, fantasma.
Estoy sentado en el horrible asiento central. Llega quien ocupará el contiguo. Un hombre de mediana edad.
- Hola –me dice.
- Hola –respondo en otro alarde de originalidad por mi parte.
Apuesto a que no nos volveremos a cruzar una palabra en nuestra vida,
pero se agradece esa pequeña muestra de cordialidad de alguien con el
que vas a estar pegado los próximos 90 minutos.
Me hace pensar en que esta mínima conversación ha
creado cierto vínculo entre nosotros: si este vuelo se estrellase en una
isla del pacífico habitada únicamente por “the others”, el “hombre
cordial” y yo formaríamos “pareja de trabajo”
dentro del grupo de supervivientes, e iríamos a buscar agua potable, o
poner trampas para cazar, o ir a investigar qué es esa escotilla en
medio del bosque, o nos turnaríamos para pulsar la tecla cada 108
minutos… Seguro que el “carabobo” sería el primero
en palmarla por un accidente estúpido, o devorado por un oso. Aunque
todo esto es poco probable en un vuelo Madrid-Barcelona.
Esto me recuerda que veo que aún hay gente que está
atenta a las instrucciones de las azafatas de cómo colocarse el chaleco
salvavidas en caso de emergencia. Algo muy útil por si nos estrellamos
en el Ebro… sin duda son la muestra de que
en pleno siglo XXI los placebos sigue funcionando. Tengo el impulso de
comprobar si realmente hay un chaleco debajo de mi asiento. Lo controlo;
soy un hombre racional que controla. No como un compañero de trabajo al
que, según la leyenda, llamaron la atención
cuando había salido del avión para reclamarle que devolviese el
salvavidas que se había llevado.
En pleno vuelo, hay algo que acapara mi atención
(en realidad la secuestra violentamente): una mujer sentada 2 o 3 filas
por detrás no para de hablar con su acompañante. Lleva 40 minutos así y
no calla. Gente así suele tener en común una
cosa: una voz odiosa. Y esta mujer no es la excepción. Intento
concentrarme en la lectura y filtrar esa vocecilla estridente, pero no
hay manera. Hay 150 personas y os juro que es la única que está
hablando! Me pregunto si soy el único que la oye, porque nadie
parece sentirse molesto. Aunque seguramente, visto yo mismo desde fuera
tampoco lo debo parecer. Estoy contemplando seriamente si someter a
votación el abrir la puerta del avión en pleno vuelo y lanzar a
“vocecilla odiosa” al vacío. Con el chaleco salvavidas,
claro, que no soy ningún animal. Calculo que los comicios tendrían un
72% de participación, un 55% votaría “sí”, un 35% votaría “no” y el
resto apostaría por el federalismo.
Cuando me dispongo a proponer una alianza a “hombre
cordial” para exponer la propuesta de votación me distraigo con la
gorra que uno lleva unas filas por delante: la lleva vuelta para atrás y
tiene el logotipo de la bebida energética Monster.
Y me doy cuenta de que en los últimos meses veo a mucha gente, de todas
las edades, que lleva camisetas o gorras con ese logotipo. Y no lo
entiendo: ¿qué te hace llevar una prenda con el logotipo de un refresco?
Más que nada porque no recuerdo ver tanta ropa
con la marca de “la conocida marca de refrescos de cola” (por no decir
CocaCola). Puede ser que sea por transmitir cierta imagen, pero ¿qué
intentas contar, que necesitas una bebida energética para funcionar?
¿qué llevarás dentro de unos años, una gorra con
el logo de Viagra? Por cierto, un inciso, hay una investigación en USA
por si la bebida Monster tiene que ver con la muerte de varias personas
que la habían consumido…
Finalmente aterrizamos en Barcelona. Los angustias
de antes no me decepcionan: encendiendo el móvil nada más las ruedas
tocan la pista y levantándose mucho antes de que se abran las puertas.
Al cabo de un rato estoy rumbo al norte, poniendo
tierra de por medio entre el aeropuerto y yo.
1 comentarios:
Brillant!
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